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Me doy cuenta de que no tengo
material para escribir, que carezco de ideas. Pienso que esto tiene mucho que
ver con una afección que sufro desde pequeño; saber todo del mundo y que todo
es igual por todas partes. Es difícil explicar esta afección porque es muy
subjetiva, de hecho, quien en estas primeras líneas comprenda, seguramente
padece de lo mismo que yo.
Todo comenzó
a mis 12 años cuando cursaba el último grado de la escuela primaria, habíamos
quedado con unos compañeros en ir a ver una película estadounidense que se
había filmado, en parte, en San Juan; Highlander - El inmortal. Mientras me
duchaba y me colocaba el shampoo en la cabeza, una idea súbita me invadió como
un rayo, una verdad absoluta y pesada se apoderó de mí: estábamos atrapados en
la eternidad y no había hacia dónde correr, somos presos del tiempo sin poder
escapar. De manera inmediata a la aparición de ese pensamiento el corazón se me
aceleró y una especie de transpiración en frío me invadió.
A partir de
ese momento esta verdad me visitó con asiduidad, y nunca me dejó. Modificó mi
vida de manera súbita, pues vivir dejó de ser una buena noticia, aunque tampoco
emprendí otro rumbo, ya que no cuento en mi haber con ningún intento de suicidio,
a pesar de que las ideas suicidas se presentan con la misma frecuencia.
Recuerdo que
pensaba ¿Cómo puede ser feliz la gente? ¿Cómo puede trabajar? ¿Será que no se
han dado cuenta de lo que yo sí sé? Que estamos en una prisión hecha de tiempo.
Por aquellos años y por el lapso de una década nunca hablé del tema con nadie. Pensaba
que si les contaba a mis seres queridos lo que pensaba les amargaría también a
ellos la vida, porque era una verdad que las palabras podían transmitir.
Después, con el paso de los años, las terapias, la filosofía, y finalmente el psiquiatra,
me di cuenta que no, que lo que me sucedía no se podía transmitir con ninguna
frase, que era algo que alguien podría articular en palabras y no por ello horrorizarse
como yo lo hacía.
A mis 18
años, gracias a Marcela, una amiga y amor imposible de aquellos años, me
encontré con la obra de Jorge Luis Borges. Este autor abordaba reiteradas veces
la problemática de la eternidad, presente en casi todos sus libros. El cuento
que más claramente trataba el tema era El Aleph. Pero Borges era una celebridad,
su vida no se veía detenida por la problemática que a mi me aquejaba. Era como
si Borges abordara el tema, pero sin creer en él. Una especie de impostura,
pero de tal elocuencia que un creyente como yo podía sentir que este autor hablaba
en serio. De todas maneras, no me parecía creíble que alguien conectado a este
pensamiento aplastante podía fundar revistas, escribir prolíficamente, asistir
a eventos, dar clases, estudiar literatura e idiomas.
Ha sido muy
pesado vivir con esta forma de pensar que se me impone. Una frase que muchas
veces me describe es “le llega la respuesta antes de hacer la pregunta”, frase
que se aplica al fenómeno psicótico. La temática puede ser equivalente, no
importa el contenido del pensamiento, lo que importa es la estructura que lo
alberga.